Se puede decir, sin miedo a exagerar, que «La naranja mecánica» es el clásico del siglo XX más influyente en el cine actual. Tarde o temprano tenía que ser repuesto en las pantallas de estreno, toda vez que su visión del nihilismo violento en los jóvenes se adelantó en un par de décadas a la agresiva realidad generacional que ha acabado imponiéndose, no siempre necesariamente asociada a cuestiones clasistas, sexistas o xenófobas.
El Alex inmortalizado por Malcolm McDowell ha quedado como el fanático de Beethoven y la ultraviolencia que, de la mano de Stanley Kubrick, escapó de la novela de Anthony Burgess para convertirse en un moderno icono. En Inglaterra la película dejó de exhibirse por decisión del propio cineasta, que se impuso a su compañía de distribución. Lo hizo para detener la locura que se había desatado en el país, con imitadores que atacaban indiscriminadamente a víctimas inocentes, y porque muchos sociólogos le acusaban de ser directamente el causante de la oleada de vandalismo.
Es injusto acusar al autor de la obra de incitar a la violencia en función del contenido de sus imágenes, cuando Kubrick supo una vez más introducir un análisis crítico con respecto a las causas de ese tipo de comportamientos asociales y, sobre todo, en lo referente al control de los mismos por parte de las autoridades. La represión oficial resulta de hecho más brutal, y no hay más que recordar la secuencia de la reeducación de Alex, sometido a la fuerza a maratonianos visionados de películas, con un sádico dispositivo especial para obligarle a mantener los ojos abiertos de par en par.
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