por Santiago Alba Rico, filósofo
El autor reflexiona en este artículo sobre cuestiones centrales de la actividad filosófica como son el relativismo, la racionalidad, la religión y el poder. Según Alba, «bajo la versión postmoderna del capitalismo, el relativismo ha acabado por aplicarse sólo a la razón misma, de manera que paradójicamente, gracias a él, la diversidad absolutista del mundo ha recobrado toda su legitimidad y todo su poder». Frente a ese proyecto que busca nuevos fundamentos para viejos absolutismos el autor propugna la capacidad humana para crear un mundo mejor.
Así, llega incluso a imaginar un mundo en el que, «cuando la realidad sea razonablemente buena, Dios reducirá mucho su presencia. Inexistente, será por fin enteramente benévolo». Para ese escenario, Alba le reserva a Dios un lugar en «nuestros relatos, nuestros agradecimientos y nuestros orgasmos».
«Las costumbres», decía Pascal, «se siguen no porque sean costumbres sino porque se creen razonables». Los tupís-guaraníes creían razonable el canibalismo, los aztecas creían razonables los sacrificios humanos, los cherokee creían razonable invocar la lluvia con pasos de danza, los judíos creen razonable darse golpes contra un muro, los musulmanes creen razonable ayunar en Ramadán, los católicos creen razonable comerse a Cristo durante los misterios de la misa.
El gran ilustrado Montesquieu escribió «Las Cartas Persas» para defender la razón frente a la loca autoridad de las costumbres, y a ese ejercicio racional lo llamó relativismo. Bajo la versión postmoderna del capitalismo, el relativismo ha acabado por aplicarse sólo a la razón misma, de manera que paradójicamente, gracias a él, la diversidad absolutista del mundo ha recobrado toda su legitimidad y todo su poder.
En medio de la creciente influencia de las religiones, cuando en todas partes se invoca a Dios para retroceder, reprimir o asesinar, la tolerancia políticamente correcta, espejo del mercado, yerra completamente el tiro y alimenta los absolutismos al mismo tiempo que castiga a los individuos: «Todas las creencias son respetables por igual; los que hacen daño son los creyentes». Esta tontería, repetida una y otra vez por periodistas y gobernantes, preside la llamada Alianza de Civilizaciones con la que se pretende, en realidad, reprimir a los creyentes y reproducir el orden vigente.
Hay que decirlo: no todas las creencias son razonables. No es razonable, por ejemplo, una creencia según la cual las mujeres que conservan el clítoris son amenazadoras para la sociedad; no es razonable una creencia que pretende que los arios son una raza superior; y no es razonable una creencia en virtud de la cual se manda al infierno a los niños que se masturban y se condena a muerte a miles de hombres y mujeres en nombre de la vida.
Pero a los creyentes no los hacen sólo las creencias; se hacen, por así decirlo, solos, en paralelo, en un mundo en el que las condiciones socioeconómicas y el complejo de Edipo tienen bastante más fuerza que las tablas de Moisés o las aleyas coránicas. Por eso, si la irracionalidad de una creencia introduce efectos, no los introduce todos.
Se puede creer en las virtudes de la ablación y ser al mismo tiempo bueno, fiel a los amigos, buen compañero e incluso comprensivo esposo. Se puede creer en la superioridad de los arios y ser compasivo con los judíos (pobrecitos, tan inferiores). Y se puede creer razonable mandar al infierno a un niño que se masturba y ser un trabajador responsable, un marido leal, un padre cariñoso, un médico sensible al dolor ajeno. Aún más, se puede creer que la cliterectomía es barbarie y el infierno razonable sin ninguna hipocresía, y sin dejar de ser un hombre de bien.
Los creyentes se activan y desactivan en otro sitio. A los creyentes hay que tolerarlos, educarlos, tener paciencia con ellos, darles pan y hospitales y democracia y libros; pero hay que mantener a raya sus creencias.
Lo que sí es hipocresía -o algo peor- es la práctica de un gobierno laico que se escandaliza por la ablación o el nazismo y luego deja que curas y monjas enseñen a los niños en las escuelas, con dinero público, que el mundo fue creado por un Dios alfarero hace 36 mil años, que los niños que se tocan los genitales arderán eternamente en el infierno y que son las mujeres y los homosexuales, y no ellos, los que necesitan vigilancia y tratamiento. La razón es relativista, la religión no; y por lo tanto no puede ser ni racional ni relativista una política que reconoce legitimidad pública al absolutismo.
La idea de Dios, en general, es muy poco razonable, aunque mucha gente razonable y buena -y combativa- ha aceptado, en lugar de otra, esa mínima cuota de irracionalidad. ¿Es necesaria, como sugería Voltaire? Mientras los creyentes sean construidos más por una realidad mala que por una creencia absurda, el absurdo tendrá muchas bazas para sustituir a la razón ausente como principio de orden y de intervención en el mundo. ¿Necesario Dios?
Somos tan desgraciados que necesitamos consuelo. Cuidémonos los unos a los otros y creemos las instituciones que nos permitan hacerlo.
Somos tan malos que necesitamos ser reprimidos y castigados. Proporcionemos a los seres humanos las condiciones materiales y políticas necesarias para poder tratarlos siempre como a mayores de edad.
Somos tan culpables que necesitamos que nos perdonen. Formemos sujetos responsables y démonos leyes justas y buenas.
Somos tan racionales que necesitamos una explicación, aunque sea irracional. Demos prioridad a las racionales, allí donde ya las hemos encontrado.
Cuando la realidad sea razonablemente buena, Dios reducirá mucho su presencia. Inexistente, será por fin enteramente benévolo. ¿Para qué será necesario? Para contar algunos cuentos y para dar las gracias.
«Dios es mi personaje de ficción preferido», dice Hommer Simpson. Es también uno de los míos. Los republicanos seguimos contando cuentos de reyes. Y lo ateos seguiremos contando los relatos de la Biblia (como contamos la Odisea y el Po-Pol-Vuh).
Pero servirá, sobre todo, para reconocer que, en un mundo más o menos racional y más o menos gobernado por los humanos, habrá siempre milagros: sucesos imprevistos, regalos inmerecidos, bellezas al margen de toda regla, gracias caídas del cielo por las que precisamente habrá que dar las gracias sin saber muy bien a quién.
El «Olé» taurino de los españoles procede del «Allah» de los musulmanes, con el que unos y otros expresan su embeleso ante un precipicio repentino de pericia o de hermosura. Ante un crepúsculo incendiado en mil matices de rosas y naranjas, ¿daremos las gracias al Big-Bang que hizo posible el universo? «Dios, qué bonito». En medio del abrazo de los cuerpos, mirando a los ojos al amado o a la amada, ¿invocaremos el ADN o la Viagra? «Dios, cuánto te quiero».
Reservemos a Dios -es lo menos blasfemo que podemos hacer con él- para nuestros relatos, nuestros agradecimientos y nuestros orgasmos.
Fuente: Gara
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