Carlo Frabetti ha resumido en este artículo una conferencia que pronunció recientemente en la sede del PCE en León (estado español) con motivo del 50º aniversario de la revolución cubana. Desgrana aquí, con ejemplos claros y cercanos, algunas de las falacias más comunes sobre la experiencia cubana. También sobre la experiencia occidental.
Conviene empezar señalando que la antinomia dictadura-democracia es equívoca, en la medida en que sugiere una simetría entre ambos conceptos, o entre ambas formas de gobierno así denominadas, que tiene que ver más con la terminología que con la realidad. Pues mientras la dictadura es algo muy concreto y muchas veces realizado a lo largo de la historia, la democracia es una mera entelequia, un proyecto nunca llevado a cabo y pocas veces emprendido realmente.
La teoría está bastante clara desde los tiempos de Pericles, que definió la democracia como igualdad ante la ley, apoyo a los débiles y protección del estado frente al egoísmo individualista, así como del individuo frente a los abusos del estado. Pero en la Grecia de Pericles había esclavos, y las mujeres estaban, de hecho, relegadas al cuidado de los hijos y a las tareas domésticas. Tanto es así que, precisamente por vivir en una época de intensa actividad intelectual y política de la que se veían excluidas, las mujeres de la Grecia del siglo V a. C. eran especialmente desgraciadas, y hubo entre ellas una auténtica ola de suicidios (además de la filosofía y la democracia, los griegos inventaron algo tan actual como la depresión del ama de casa).
Las supuestas democracias posteriores tampoco llegarían nunca a merecer ese nombre, y el propio Rousseau dijo que la democracia, en sentido estricto, es imposible, puesto que para alcanzarla deberían dedicarse activamente a la política todos los ciudadanos, y no sólo sus representantes. Y ya en el siglo pasado, en los años veinte, el jurista y filósofo austríaco Hans Kelsen (que desarrolló la idea de «contrato social» para desvincular el Derecho de toda supuesta ley natural o inspiración divina) llevó a cabo una demoledora crítica de la democracia representativa y propuso como solución lo que desde entonces se conoce como «democracia participativa». Esta participación, más allá de la mera representación, debería basarse, según Kelsen, en lo que él denominó la parlamentarización de la sociedad, es decir, en la creación y desarrollo de un denso tejido asambleario que permitiera, e incluso fomentara, la intervención directa de un número cada vez mayor de ciudadanos y ciudadanas en los debates sociopolíticos y en la toma de decisiones.
Sin embargo, como es bien sabido, en las autodenominadas democracias occidentales se ha impuesto el modelo representativo en su versión más simplista, que consiste en un bipartidismo -oficial o de facto- que reduce la participación ciudadana a elegir cada cuatro o cinco años entre dos candidatos presidenciales (que, además, en el fondo suponen una única opción: el capitalismo). Y esta seudodemocracia representativa, de libertades meramente formales o teóricas, no sólo se ha impuesto en todo el «primer mundo», sino que además pretende erigirse en modelo único y piedra de toque para validar o invalidar otras formas de gobierno. De ahí que los principales argumentos de quienes afirman que Cuba es una dictadura suelan ser, con ligeras variantes, los siguientes:
1. En Cuba no hay libertad de expresión.
2. Los cubanos no pueden agruparse libremente en partidos políticos.
3. En Cuba no hay elecciones.
4. Los disidentes cubanos son reprimidos brutalmente.
Vayamos por puntos:
1. ¿Qué es la libertad de expresión? ¿La hay en las supuestas democracias occidentales? «Aquí cualquiera puede crear un periódico», dicen los defensores del mercado libre, omitiendo un pequeño detalle: puede crear un periódico cualquiera que tenga diez millones de euros, o preferiblemente cien. Y quien no los tenga no sólo no puede crear un periódico, sino ni siquiera escribir en él a no ser que se someta los dictados de sus dueños. Y si a pesar de todo alguien logra colar en un medio de amplia difusión una opinión (o incluso una información) poco conveniente, corre el riesgo, en la «España democrática» (las comillas indican el uso irónico de ambos términos), de sufrir el mismo tipo de represión que durante el franquismo. Miles de personas podrían ir a la cárcel por decir públicamente lo que opinan de un rey impuesto por Franco, y el mero hecho de defender la Revolución cubana o la lucha del pueblo vasco por su autodeterminación nos cierra a quienes lo hacemos las puertas de los grandes medios. En esta «España democrática» que no es ni una cosa ni otra, no sólo no hay libertad de expresión, sino ni siquiera libertad de silencio: te pueden ilegalizar por no condenar públicamente aquello -y sólo aquello- que el poder decide que hay que condenar.
2. De los partidos políticos cabe decir prácticamente lo mismo que de la libertad de expresión. ¿Quién puede crear y mantener un partido con posibilidades reales de acceder al poder, incluso a una pequeña parcela de poder? El bipartidismo característico de las democracias occidentales (por no hablar de los costes astronómicos de las campañas electorales) es la mejor prueba de que sus «elecciones libres» son una falacia. Y si, excepcionalmente, una formación política con amplio respaldo popular consigue convertirse en una amenaza real para los poderes establecidos, se la ilegaliza promulgando sobre la marcha una ley ad hoc y asunto concluido. Y si eso no es suficiente, se reprime a sus miembros sin reparar en medios; medios que incluyen la tortura, el secuestro, el asesinato y otras formas de terrorismo de estado, como dejó bien patente la trama de los GAL.
3. Curiosamente, está bastante difundida la creencia de que en Cuba no hay elecciones, cuando probablemente sea el país del mundo en el que más elecciones se celebran. Cada dos años y medio son elegidos los delegados de las asambleas municipales, y cada cinco los de las asambleas provinciales y la Asamblea Nacional. Los candidatos los designan los propios electores, y no hay campañas electorales. Pero además hay una incesante actividad asamblearia en los barrios, en los lugares de trabajo, en las agrupaciones profesionales... Si en algún lugar del mundo se ha avanzado de forma significativa en el camino de la parlamentarización de la sociedad propugnada por Kelsen, es en Cuba.
4. Habría que empezar por distinguir entre disidentes y agentes del enemigo. El propio Gobierno de Estados Unidos alardea de los millones de dólares que gasta cada año en financiar a los quintacolumnistas cubanos, cuyas actividades no excluyen los sabotajes ni los atentados. En todos los países del mundo se castiga con el máximo rigor a quienes colaboran con un país enemigo, y en comparación con la brutalidad de la represión en los sedicentes estados de derecho, Cuba destaca, en todo caso, por su moderación. En cuanto a los disidentes reales, gozan de mucho mayor respeto en Cuba que en la «España democrática». Si un Serrat o un Sabina criticaran al Gobierno español (o a sus protectores del PSOE y de Prisa) como Pablo Milanés critica al Gobierno cubano, su presencia en los grandes medios sería mucho menos asidua. Si alguien tiene alguna duda al respecto, que piense en Alfonso Sastre, mundialmente reconocido como el más grande dramaturgo vivo de la lengua castellana y hasta hace poco totalmente ignorado por las instituciones y los grandes grupos mediático-culturales.
Dicho lo cual, ¿significa esto que Cuba ha alcanzado la democracia? Por supuesto que no. En Cuba queda mucho por hacer y mucho por deshacer. Pero mientras otros pretenden haberla alcanzado ya para no tener que ir hacia ella, los cubanos avanzan con empeño, día tras día, hacia la verdadera democracia, es decir, hacia el socialismo verdadero. Con tanto empeño que en los últimos veinticinco años han avanzado más que nosotros en veinticinco siglos.