lunes, 23 de marzo de 2009

Cuba demuestra cómo jugar béisbol sin profesionales y al máximo nivel

Cuba desarrolla, desde 1962, un béisbol «aficionado» con una enorme calidad de juego probando que es posible competir en esas condiciones al más alto nivel mundial. La mayoría de los jugadores se quedan en su tierra mientras algunos prefieren marcharse en busca de fortuna.

por Mati Etxebarria
Gara, 23 de marzo de 2009


El juego del béisbol, importado de los Estados Unidos a fines del siglo XIX, prendió con rapidez en la isla y se convirtió para la década de 1930 en verdadera seña de identidad y pasión popular. Acorde con su carácter de deporte nacional, la cantera siempre fue pródiga en producir buenos jugadores, tanto como para dar famosos peloteros a las Grandes Ligas, las Ligas Menores y las Ligas de Color, de EEUU, además de mantener a los equipos de las llamadas Series Mundiales Amateur cubanas, que tuvieron su etapa de esplendor en la década de 1940.

La inauguración del estadio del Cerro en 1946 (hoy Latinoamericano) deslindó con claridad la preeminencia del profesionalismo sobre el juego aficionado, que se convirtió en proveedor de talentos para los cuatro clubes profesionales cubanos (Almendares, Habana, Marianao y Cienfuegos) que se incluían además en los circuitos de alto nivel mundial mediante las clásicas Series del Caribe, y la licencia al Cuban Sugar Kings para jugar en la Liga Internacional triple A.

La agresiva política del gobierno de los EEUU contra la revolución que tomó el poder en enero de 1959 tuvo muy pronto repercusiones en el espacio deportivo: proposiciones a jugadores cubanos para que emigrasen, prohibición a peloteros norteamericanos de jugar en Cuba, supresión de la licencia al Cuban Sugar Kings, y finalmente la exclusión de los equipos cubanos de la Serie del Caribe a celebrarse en 1962.

Llega la nueva competición

En ese especial contexto, y poniendo en práctica la idea de que las actividades lucrativas y comerciales del profesionalismo no tenían cabida en la nueva Cuba, el recién fundado Instituto Nacional de Deportes (Inder) decretó oficialmente en 1962 la eliminación de las competiciones profesionales, organizando en enero de ese mismo año las Series Nacionales, sistema de «competencia» de primera categoría que ha llegado con notable éxito y popularidad hasta nuestros días.

La Serie Nacional cubana experimentó diversas modalidades organizativas hasta adquirir su fisonomía actual donde participan 16 equipos de primer nivel, uno por provincia, la capital que cuenta con dos representantes, y la del municipio especial Isla de la Juventud. Esta competición de todos contra todos cubre el extenso calendario anual y finaliza en una reñida y apasionante recta final (play off) con los ocho equipos finalistas. Los capitalinos de Industriales, las avispas de Santiago, los naranjas de Villa Clara y los verdes de Pinar son siempre firmes candidatos al campeonato, pero también hay espacio para las «sorpresas», en una competición que en general demuestra un alto nivel competitivo y técnico, numerosa asistencia de público, y despierta encendidos debates entre la participativa afición cubana.

Claro que mantener completos 16 equipos de primera división con jugadores sólo de casa, exige, como es natural, de toda una red de fomento y formación de la cantera que constituye una tupida red deportiva que va desde lo barrial y municipal hasta escuelas especiales.

Cuba es el tradicional enemigo a derrotar por todos, desde ya hace varias décadas, en cualquier competición internacional de carácter no profesional. Como una máquina en muchas ocasiones casi imbatible, la selección antillana ha ido acumulando títulos en copas Mundiales, Intercontinentales y Panamericanos así como destacadas actuaciones en Juegos Olímpicos, además de un merecido prestigio en esta modalidad deportiva.

Romper la incógnita

Sin embargo, dado el fuerte profesionalismo y comercialización del béisbol (comparable con el fútbol de élite) concentrado especialmente en las Grandes Ligas norteamericanas, seguida por las japonesas, y en menor medida por otras de países latinoamericanos (Venezuela, México) siempre existieron algunas lógicas dudas sobre el nivel competitivo real de la pelota cubana, al no poder jugar contra los equipos de más alto nivel profesional.

La celebración del I Clásico Mundial en el 2005 (lo más similar a una Copa del Mundo de fútbol) despejó en cierta medida la incógnita, el equipo de Cuba sorprendió a propios y extraños, con un juego sin complejos, de muy alta calidad técnica, con destacados nombre propios y un conjunto lleno de voluntad de pelear hasta el último batazo, que fue dejando en el camino en dramáticos encuentros a poderosas escuadras como las de República Dominicana, Puerto Rico, México... plagadas de estrellas mundiales, hasta disputar la final en un emocionante partido contra Japón, con el que finalmente perdió. El carácter de Cuba como subcampeón del Clásico fue sin duda una sorpresa anunciada, en un deporte donde prima la visión de gran negocio y fichas multimillonarias entre clubes y jugadores estrellas, que acaba impregnando también a buena parte de sus hinchas y seguidores.

Hay que aclarar sin embargo que el carácter de deportistas aficionados (de élite) en Cuba significa que dado su alto nivel internacional estos se dedican a tiempo completo a la práctica de sus disciplinas, reciben atenciones especiales y estímulos económicos y materiales de acuerdo a sus resultados, por lo tanto la denominación en la práctica se ajusta más al hecho de no caer en la danza de millones que lastra la práctica deportiva internacional, que jueguen en equipos nacionales y que continúen sus estudios y formación generalmente afines al mismo deporte (licenciatura en Educación Física, medicina deportiva, diferentes cursos de entrenadores, etc).

El debate de «la esquina caliente»

En cualquier caso, la polémica, que en el caso del béisbol se denomina popularmente en Cuba como «la esquina caliente», alcanza de manera muy especial a su deporte nacional y predilecto por lo que se pueden encontrar numerosos partidarios de mantener la política oficial actual, pero también quienes opinan que hacen falta cambios y adaptaciones para mantener y mejorar el nivel alcanzado frente a una profesionalización internacional creciente, entre ellos permitir a beisbolistas jugar en equipos extranjeros con contratos. Debate que cobra calor y actualidad social cuando algún jugador conocido decide «quedarse» fuera del país atraído por las permanentes ofertas millonarias de los grandes clubes norteamericanos. Y es que hay que subrayar que los buscadores de talentos y promesas para equipos profesionales acosan permanentemente a los integrantes del equipo de Cuba allá donde jueguen, síntoma inequívoco de que el deporte revolucionario cubano hace muchos años que es marca de calidad.

Dejando aparte la diversidad de criterios y futuras adaptaciones en la organización de la modalidad, lo que sí se puede afirmar a estas alturas sin miedo a equivocarse es que una firme, y clara, política deportiva ha logrado crear una cantera constante e inagotable de jugadores de béisbol de primera categoría, que el equipo cubano demuestra constantemente que defender una camiseta, ligada a una idea y un sentido de lo nacional, puede competir contra fichas millonarias, y que la cantidad de jugadores «quedados» es pequeña frente a los que deciden constantemente apostar y jugar por su país y para su gente, sin duda toda una lección para el deporte en general.

II Clásico Mundial: el difícil intento de mantener el béisbol a nivel internacional

A pesar de ser la práctica deportiva más seguida después del fútbol, el béisbol siempre ha estado lastrado en su proyección internacional por una fuerte separación entre aficionados y profesionales. A falta de un evento similar a la Copa Mundial de fútbol, finalmente en el 2005 se consiguió organizar el I Clásico de Béisbol, donde tomaron parte los principales equipos, con una importante participación de las estrellas que juegan en las exclusivas Grandes Ligas de los EEUU.

Durante la primera edición de esta competición sorprendieron el pobre papel del equipo norteamericano, los excelentes desempeños de la pelota asiática y el subcampeonato de Cuba, todo en detrimento de la imagen que se vende de los jugadores de las Grandes Ligas como los mejores del mundo. El resultado ha sido que en esta segunda edición los poderosos clubes de Estados Unidos han limitado en gran medida la participación de sus estrellas, mientras que la organización ha conseguido enfrentar obligatoriamente en cuartos de final al poderoso Japón con Cuba, permitiendo así que equipos como Puerto Rico, Venezuela o EEUU tuviesen opción de llegar a la final sin tantos sobresaltos.

El conjunto japonés ha resultado realmente una barrera infranqueable para Cuba. Ayer Corea, primera finalista, acabó con el sueño de Venezuela (10-2) mientras a la hora de cerrar esta edición se enfrentaban EEUU y Japón en la otra semifinal. Pero incluso en estas condiciones, que favorecen a unos y perjudican a otros, el poco entusiasmo demostrado por los equipos de las Grandes Ligas y por muchos de sus jugadores estelares pone en entredicho el futuro de estos encuentros, y el intento de popularizar el béisbol más allá de su tradicional y cerrado espacio. La mayor sorpresa, sin embargo, ha sido el buen desempeño de Holanda.

viernes, 13 de marzo de 2009

El camino que lleva desde la música a la ética



por Gilad Atzmon
PeacePalestine
Traducción y epílogo de Manuel Talens,
realizados para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala.

Una visión alternativa del conflicto israelo-palestino y el activismo pacifista

Este artículo es una elaboración a posteriori de una charla pronunciada por Gilad Atzmon en Brighton (Reino Unido) el 7 de enero de
2008.


Cada vez que me entrevistan en un medio árabe suelen hacerme la misma pregunta: "Gilad, ¿cómo es que usted ve lo que tantos israelíes no pueden ver?". Lo cierto es que son muy pocos los israelíes capaces de interpretar la bancarrota ética israelí como un síntoma innato. Durante muchos años no supe encontrar una respuesta. Sin embargo, hace poco me di cuenta de que tiene algo que ver con mi saxofón. Es la música lo que ha dado forma a mis opiniones sobre el conflicto israelo-palestino y lo que ha fundamentado mi crítica de la identidad judía.

Hoy voy a hablarles a ustedes del camino que lleva desde la música a la ética.

Es bien sabido que la vida adquiere significado cuando se examina de forma retrospectiva, desde el final hasta su origen. Por lo tanto, trataré de escrutar mi propia lucha contra el sionismo a través de mi evolución como músico. Analizaré mi lucha con la música árabe. Trataré de dar más detalles retrospectivos sobre el papel que ha ejercido la música sobre mi conocimiento del mundo que me rodea. Hasta cierto punto, ésa es la historia de mi vida hasta la fecha (al menos de una de ellas).

Crecí en Israel en una familia laica bastante sionista. Mi abuelo fue un veterano terrorista poético y carismático, un ilustre ex comandante de la organización terrorista de derechas Irgún. Debo admitir que tuvo una enorme influencia sobre mí en mi primera infancia. Su odio hacia cualquier cosa que no fuese judía fue un estímulo muy importante. Como odiaba a los alemanes no permitió que mi padre comprase un coche alemán. También despreciaba a los británicos por haber colonizado su "tierra prometida". Supongo que no detestaba a los británicos tanto como a los alemanes, porque sí permitió que mi padre condujese un viejo Vauxhall Viva. Estaba también muy enojado con los palestinos por el hecho de que viviesen en la tierra que, según él, les pertenecía a él y a su pueblo. A menudo solía decir sobre los palestinos: "Con tantos países como tienen estos árabes, ¿por qué han de vivir exactamente en donde nosotros queremos vivir?".

Pero a quienes más odiaba mi abuelo era a los judíos izquierdistas. Sin embargo, debo mencionar que como los izquierdistas judíos nunca han producido ningún automóvil, esta aversión específica no llegó nunca a crear un conflicto de intereses entre él y mi padre. Dado que admiraba a Zeev Jabotinsky (el primer comandante del Irgún), era obvio que mi abuelo se dio cuenta de que la filosofía izquierdista y el sistema de valores judío eran una contradictio in terminis. Siendo como era un veterano terrorista de derechas y un orgulloso judío tribal, sabía muy bien que el sentimiento de tribu nunca puede hacer las paces con el humanismo y el universalismo. Buen seguidor de su maestro Jabotinsky, creía en la filosofía del "telón de acero". Estaba seguro de que a los árabes en general y a los palestinos en particular había que combatirlos sin miedo y de manera implacable. Le gustaba citar el himno del movimiento juvenil sionista Betar, "erigiremos nuestra raza con sangre y sudor".

Mi abuelo creía en la raza judía y, por eso, yo también creía en mi infancia. Al igual que mis allegados, no veía a los palestinos de mi entorno. Sin duda estaban allí, arreglaban el coche de mi padre a mitad de precio, construían nuestras casas, limpiaban el desorden que dejábamos, colocaban cajas en la tienda de alimentación, pero siempre desaparecían justo antes de la puesta del sol y aparecían de nuevo al amanecer. Nunca alternaban con nosotros. La verdad es que no sabíamos quiénes eran y qué defendían. El sentido de la supremacía era algo consustancial en nosotros, observábamos el mundo a través de lentes racistas, chauvinistas.

A los 17 años me estaba preparando para hacer el servicio militar obligatorio. Como era un adolescente robusto, henchido de espíritu sionista y con pretensiones de superioridad moral, estaba destinado a incorporarme a una unidad especial de rescate de las fuerzas aéreas. Pero entonces ocurrió lo inesperado. Durante un programa radiofónico de jazz que transmitían de madrugada, escuché The Master Tapes de Charlie "Bird" Parker.

Me quedé anonadado. Era algo mucho más orgánico, poético, sensible y a la vez salvaje que todo lo que había escuchado antes en mi vida. Mi padre solía escuchar a Bennie Goodman y a Artie Shaw, que eran entretenidos, podían tocar el clarinete, pero Bird era una historia totalmente distinta. Era un espectáculo libidinoso y feroz de ingenio y energía. A la mañana siguiente, en vez de ir a la escuela, me dirigí a todo correr a Piccadilly Record, la tienda de música más importante de Jerusalén. Encontré la sección de jazz y compré todos los LP de bebop que había en los estantes (probablemente sólo dos). En el autobús, de vuelta a casa, me di cuenta de que Charlie Parker era negro. No me sorprendió mucho, pero fue una especie de revelación, porque en mi mundo únicamente los judíos estaban relacionados con algo bueno. Bird fue el principio de un itinerario.

* * *

En aquel tiempo, al igual que mis allegados, yo estaba convencido de que los judíos eran el pueblo elegido. Mi generación creció con la mágica victoria de la Guerra de los Seis Días, estábamos totalmente seguros de nosotros mismos. Como éramos laicos, relacionábamos cada éxito que obteníamos con nuestras cualidades omnipotentes. No creíamos en la intervención divina, creíamos en nosotros mismos. Creíamos que nuestro poderío estaba inmerso en el alma y en la carne hebrea resucitadas. Los palestinos, por su parte, nos servían con obediencia y por entonces no parecía que aquello fuese a cambiar. No daban señales de resistencia colectiva. Sus esporádicos atentados, calificados de "terroristas", nos confirmaban que la justicia estaba de nuestra parte y alimentaban nuestro deseo de venganza. Pero de algún modo, dentro de esta farsa de la omnipotencia, para mi sorpresa aprendí a darme cuenta de que las personas que más me apasionaban eran en realidad un puñado de estadounidenses. Era gente que no tenía nada que ver ni con el milagro sionista ni con mi propia tribu chauvinista y exclusiva.

Dos días después conseguí mi primer saxofón. El saxofón es un instrumento muy fácil para empezar y, si no me creen, pregúntenle a Bill Clinton. Sin embargo, por muy fácil que fuese, tocar como Bird o Cannonball me parecía una misión imposible. Empecé a practicar día y noche y, cuanto más practicaba, más abrumado me sentía ante los logros colosales de esa gran familia de músicos estadounidenses negros, una familia a la que entonces empezaba a conocer con más detalle. Un mes más tarde supe de la existencia de Sonny Rollins, Joe Henderson, Hank Mobley, Monk, Oscar Peterson y Duke , y cuanto más los escuchaba más cuenta me daba de que mi educación judeocéntrica era totalmente errónea. Al cabo de un mes con un saxofón enchufado en la boca mi entusiasmo sionista había desaparecido por completo.

En vez de fantasear con pilotar helicópteros en la retaguardia del enemigo empecé a soñar con vivir en Nueva York, en Londres o en París. Lo único que deseaba era una oportunidad para escuchar a los grandes del jazz, muchos de los cuales todavía estaban vivos a finales de los 70.

Hoy en día, los jóvenes que quieren tocar jazz tienden a matricularse en una facultad de música, pero en mi época era muy diferente. Los que querían tocar música clásica iban a una facultad o a una escuela de música, pero los que querían tocar por afición se quedaban ensayando en su casa las veinticuatro horas del día. Además, a finales de los 70 en Israel no había escuelas de jazz y en mi Jerusalén natal sólo había un club de jazz.

Se llamaba Pargod y estaba en un antiguo baño turco reconvertido. Cada viernes por la noche ofrecían una jam session y durante mis primeros dos años en el jazz aquellas jams fueron la esencia de mi vida. Literalmente hablando abandoné todo lo demás, sólo me dedicaba a ensayar día y noche preparándome para la siguiente "jam del viernes". Escuchaba música, transcribía en el pentagrama algunos grandes solos, incluso ensayaba mientras dormía. Decidí dedicar mi vida al jazz aceptando el hecho de que como israelí de raza blanca mis oportunidades de alcanzar el éxito eran bastante remotas. Sin darme cuenta entonces, mi naciente dedicación al jazz había sobrepasado mis tendencias sionistas exclusivas. Sin ser consciente, olvidé mi pertenencia al pueblo elegido. Me había convertido en un ser humano ordinario. Muchos años después supe que el jazz fue el camino por el que escapé. Unos cuantos meses bastaron para que me sintiese cada vez menos relacionado con mi realidad circundante, empecé a sentirme miembro de una familia mucho más amplia y más grande, de una familia de amantes de la música, de un grupo de personas adorables preocupadas por la belleza y el espíritu en vez de por la tierra y la ocupación.

Sin embargo, aún tenía que hacer el servicio militar. Aunque generaciones posteriores de jóvenes músicos de jazz israelíes se libraron del ejército y se fueron a Nueva York -la Meca del jazz-, para mí, un joven sionista originario de Jerusalén, dicha alternativa no estaba disponible, ni siquiera se me ocurrió tal posibilidad.

En julio de 1981 me alisté en el ejército israelí, pero puedo decir con orgullo que desde el primer día hice todo lo posible por evitar cualquier llamada del deber. Y no porque fuese pacifista ni porque me preocupase por los palestinos o debido a una pasión latente por la paz: lo hice porque adoraba estar solo con mi saxofón.

Cuando estalló la primera guerra de Líbano ya llevaba un año de soldado. No hacía falta ser un genio para saber la verdad, yo sabía que nuestros jefes estaban mintiendo. Cada soldado israelí se dio cuenta de que aquella guerra era una agresión israelí. Por mi parte, me sentía totalmente ajeno a la causa sionista. Ya no formaba parte de ella. Pero todavía no eran ni la política ni la ética lo que me alienaba de aquel entorno, sino el deseo de estar solo con mi instrumento. Llegar a tocar escalas a la velocidad de la luz me parecía mucho más importante que matar árabes en nombre de la redención judía. Por eso, en lugar de convertirme en un asesino diplomado hice todos los esfuerzos posibles por integrarme en una de las bandas. Tardé unos meses en lograrlo, pero al final atraqué sin peligro en la Orquesta de las Fuerzas Aéreas Israelíes (IAFO).

La IAFO era un ejemplo típico de cambalache social, uno podía ingresar en ella por ser un talento prometedor del jazz o sólo por ser hijo de un piloto muerto. El hecho de que yo fuese aceptado a sabiendas de que mi padre estaba entre los vivos me indicó por primera vez que quizá tenía talento musical.

Para mi sorpresa, ninguno de los miembros de la orquesta se tomaba seriamente el ejército. Estábamos todos preocupados por una sola cosa: nuestro desarrollo musical personal. Odiábamos el ejército y no tardé mucho tiempo en odiar también al Estado que tenía un ejército tan grande, con unas fuerzas aéreas tan descomunales que necesitaban una banda de música, la cual me impedía practicar 24 horas al día los siete días de la semana.

Cada vez que teníamos que tocar en un evento militar tratábamos de hacerlo lo peor posible para asegurarnos de que nunca volverían a invitarnos otra vez. En la orquesta de IAFO aprendí por primera vez cómo ser subversivo, cómo destruir el sistema para lograr una perfección personal inmaculada.

En el verano de 1984, sólo tres semanas antes de que me licenciaran, nos enviaron a Líbano para una gira de conciertos. En aquellos momentos Líbano era un lugar muy peligroso y el ejército israelí estaba enterrado en búnkers y trincheras para evitar cualquier confrontación con la población local. Al segundo día llegamos a Ansar, un conocido campo de concentración israelí situado en tierra libanesa. Aquel evento cambió mi vida.

Era un día abrasador de principios de julio. Por un camino polvoriento llegamos al infierno en la tierra, un inmenso centro de detención rodeado de alambradas. De camino hacia las oficinas centrales del campamento pudimos ver a miles de prisioneros calcinándose bajo el sol. Es difícil de creer, pero las bandas militares reciben siempre tratamiento de VIPS. Una vez en los barracones del mando nos llevaron a una visita guiada del campamento.

Íbamos andando junto a las interminables alambradas y las torres de vigilancia. No podía creer lo que veían mis ojos. "¿Quiénes son esas personas?", le pregunté al oficial. "Son palestinos", dijo. "A la izquierda están los de la OLP y a la derecha los de Ahmed Jibril, que son mucho más peligrosos (el Frente Popular para la Liberación de Palestina), así que los mantenemos aislados".

Miré a los prisioneros y me parecieron muy diferentes a los de Jerusalén.
Los que vi en Ansar parecían disgustados. No estaban derrotados y eran muchos. Conforme avanzábamos a lo largo de las alambradas y miraba fijamente a los prisioneros me di cuenta de algo insoportable: llevaba puesto un uniforme militar israelí. Mientras que pensaba en mi uniforme y trataba de sobreponerme a un profundo sentido de vergüenza, llegamos a una gran explanada en medio del campamento. Nos quedamos allí alrededor del guía oficial, que nos contó más mentiras sobre aquella guerra que combatíamos para defender nuestro refugio judío. Mientras que nos aburría a muerte con embustes irrelevantes observé que estábamos rodeados por dos docenas de bloques de hormigón de un metro cuadrado de base y unos 130 cm de altura.

Tenían una pequeña puerta de metal y me sentí horrorizado ante el hecho de que mi ejército pudiese haber decidido encerrar a los perros guardianes en aquellas construcciones durante la noche. Haciendo uso de mi descaro israelí, le pregunté al guía oficial qué eran aquellos horribles cubos de cemento. Respondió con celeridad: "Son bloques de reclusión incomunicada, al cabo de dos días en uno de ellos cualquiera se convierte en un sionista fiel".

Aquello fue la gota que desbordó el vaso. Me di cuenta entonces, ya en 1984, de que mi aventura amorosa con el estado israelí y el sionismo se había acabado. A pesar de todo, sabía muy poco sobre Palestina, sobre la Nakba o incluso sobre el judaísmo y la judeidad. Únicamente sabía que, para mí, Israel era una mala noticia y no quería tener nada que ver con él. Dos semanas después entregué mi uniforme, agarré mi saxo contralto, tomé el autobús del aeropuerto Ben Gurion y volé en dirección a Europa, donde permanecí varios meses. Estaba disfrutando de la calle. A mis 21 años era libre por primera vez. En diciembre hacía demasiado frío y volví a casa con la clara intención de regresar a Europa.

* * *

Pasaron otros diez años antes de que me fuera posible dejar Israel para siempre. Los utilicé para aprender sobre el conflicto israelo-palestino, sobre la opresión. Empecé a aceptar que estaba viviendo en una tierra que pertenecía a otra gente. Empecé a conocer ese hecho pasmoso de que en 1948 los palestinos no se fueron voluntariamente, sino que fueron objeto de una brutal limpieza étnica por parte de mi abuelo y sus compinches. Empecé a darme cuenta de que la limpieza étnica nunca ha cesado en Israel, sólo tomó formas y estilos diferentes. Empecé a reconocer el hecho de que el sistema jurídico israelí se basa en una orientación racial absoluta. Un buen ejemplo era, obviamente, la "Ley del retorno", una ley que invita a los judíos a regresar a su "hogar" después de 2000 años, pero impide que los palestinos regresen a su tierra y a sus pueblos tras dos años en el extranjero. Durante todo aquel tiempo seguí progresando como músico, me había convertido en un importante músico de sesión y en productor musical. Pero todavía no estaba muy involucrado en ninguna actividad política. Estudié el discurso de la izquierda israelí y me di cuenta de que ésta era un club social en vez de un entorno ideológico motivado por una conciencia ética.

En la época de los acuerdos de Oslo (1994), ya no podía aguantar más.
Comprendí que los "esfuerzos de paz" de los israelíes eran un auténtico engaño. No buscaban la reconciliación con los palestinos ni hacerle frente al pecado original sionista. En vez de eso, estaban allí para asegurar la existencia tranquila del estado judío a expensas de los palestinos. El derecho palestino al retorno no era en absoluto una alternativa. Decidí dejar mi hogar, abandonar mi carrera. Lo dejé todo, incluida mi esposa Tali, que se reunió conmigo después. Lo único que me llevé fue mi saxo tenor, mi verdadero amigo eterno.

Me mudé a Londres e hice estudios de postgrado en Filosofía en la universidad de Essex. Al cabo de una semana en Londres me las arreglé para obtener un puesto en el Black Lion, un legendario pub irlandés situado en Kilburn High Road. En aquel momento no comprendí la suerte que tenía. No supe lo difícil que es que a uno lo contraten en Londres. A decir verdad, aquello fue el origen de mi carrera internacional como músico de jazz. Al cabo de un año era muy popular en el Reino Unido tocando bebop y post bop.

Tres años después estaba de gira con mi banda por toda Europa.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que empezara a sentir un poco de nostalgia. Para mi sorpresa, no fue Israel lo que extrañaba. No eran Tel Aviv, Haifa o Jerusalén. En realidad añoraba Palestina. No añoraba al taxista descortés del aeropuerto Ben Gurion o un centro comercial en Ramat Gan, sino el humus de Yafo en las calles Yesfet y Salasa. Eran los pueblos palestinos desplegados sobre las colinas entre olivos y nopales sabbar. Me di cuenta de que siempre que sentía el deseo de volver a mi tierra terminaba en la londinense Edgware Road pasando la tarde en un restaurante libanés.

Sin embargo, una vez que empecé a exponer públicamente mis ideas sobre Israel, pronto tuve claro que para mí Edgware Road era lo más cerca de mi patria que alguna vez podría estar.

* * *

He de admitir que en Israel no estuve nunca interesado en la música árabe.
Los colonos supremacistas nunca se interesan por la cultura autóctona.
Siempre me ha gustado la música folclórica. Ya me había hecho un hueco en Europa como intérprete destacado de klezmer. Con los años empecé a tocar música turca y griega. Sin embargo, pasé por alto la música árabe y, sobre todo, la música palestina. Una vez en Londres, en aquellos restaurantes libaneses, empecé a darme cuenta de que nunca había analizado la música de mis vecinos. Lo más preocupante era que la había ignorado, a pesar de que la oía constantemente. Estaba por todas partes, pero nunca la escuchaba. Estaba en cada esquina de mi vida, la llamada a la oración de las mezquitas sobre las colinas. Um Jaltum, Farid El Atrash, Abdel Halim Hafez estaban en la calle, en la televisión, en los pequeños cafetines del barrio antiguo de Jerusalén, en los restaurantes. Estaban por todas partes, pero yo los había descartado irrespetuosamente.

Con treinta y pocos años y fuera de mi país me sumergí en la música autóctona de mi patria. No fue fácil. Fue casi impracticable. Mientras que el jazz era fácil para mí, la música árabe se me resistía. Ponía la música, tomaba el saxofón o el clarinete, trataba de imitarla y sonaba falso. Pronto me di cuenta de que la música árabe era un lenguaje totalmente distinto. No sabía por dónde empezar y cómo encararla.

La música de jazz es un producto occidental. Nació en el siglo XX y se desarrolló en los márgenes de la industria cultural. El bebop, la música con la que crecí, está hecha de fragmentos musicales relativamente pequeños. Las melodías son breves porque tenían que caber en el formato de los discos de los años cuarenta (3 minutos). La música occidental puede transcribirse fácilmente en el lenguaje visual del pentagrama con las notas y los acordes habituales.

El jazz, al igual que cualquier otra forma de arte occidental, es parcialmente digital. La música árabe, por otro lado, es analógica, no se puede transcribir. Si se transcribe, su autenticidad desaparece. Había alcanzado por fin la suficiente madurez humana para enfrentarme a la música de mi patria, pero mis conocimientos musicales se interponían en mi camino.

No podía comprender qué era lo que me impedía dominar la música árabe. No podía comprender por qué no sonaba bien. Pasaba mucho tiempo escuchando y ensayando. Pero no sonaba bien. Con el tiempo, los críticos musicales de Europa empezaron a apreciar mi nuevo sonido, empezaron a considerarme como un nuevo héroe del jazz que había cruzado la línea divisoria y como un experto en música árabe. Yo sabía que se equivocaban, pues por mucho que tratase de cruzar esa frontera notaba fácilmente que mi sonido y mi interpretación eran ajenos al auténtico color árabe.

Pero entonces descubrí un truco fácil. En mis conciertos, cuando trataba de emular el sonido oriental, cantaba primero una estrofa que me recordase el sonido que ignoré en mi infancia, trataba de recordar los ecos del almuecín adentrándose a hurtadillas por nuestras callejuelas desde los valles de alrededor. Trataba de recordar el sonido asombrosamente obsesivo de mis amigos Dhafer Youssef y Nizar Al Issa. Escuchaba la voz baja y persistente de Abel Halim Hafez. Al principio, sólo cerraba los ojos y escuchaba mi oído interior, pero sin darme cuenta empecé a despegar los labios y a cantar cada vez más fuerte. Supe entonces que si cantaba con el saxofón en la boca obtendría un sonido muy cercano al de los cornos de metal de las mezquitas.
Al principio traté de acercarme lo más posible al sonido árabe, pero llegó un momento en que me olvidé de lo que estaba tratando de lograr; empecé a divertirme.

El año pasado, mientras grababa un álbum en Suiza, supe de repente que mi sonido árabe ya era lo bastante bueno como para no avergonzarme más. Al escuchar algunas tomas en la sala de control supe que los ecos de Jenín, Al Quds y Ramalá surgían con naturalidad de los altavoces. Traté de preguntarme a mí mismo qué había ocurrido, por qué de repente empezaba a parecer genuino. Me di cuenta de que había abandonado la primacía del ojo para regresar a la primacía del oído. Ya no buscaba inspiración en el pentagrama, en las notas musicales o en los acordes. En vez de eso, estaba escuchando mi voz interior. La pelea con la música árabe me recordó por qué empecé a tocar música en primer lugar. Al final del día escuché a Bird en la radio en vez de verlo en MTV.

Me gustaría terminar esta charla diciendo que ya va siendo hora de que aprendamos a escuchar a la gente que queremos. Ya va siendo hora de que escuchemos a los palestinos en vez de seguir lo que dicen algunos deteriorados libros de texto. Ya va siendo hora. Sólo en fechas recientes comprendí que la ética entra en juego cuando los ojos se cierran y los ecos de la conciencia forman una melodía interior. Empatizar es aceptar la primacía del oído.

* * *

Epílogo: Gilad Atzmon o La redención del exiliado

Desde que hace algunos años conocí a Gilad Atzmon con motivo de una larga entrevista que le hice estoy convencido de que este hombre escucha al mundo con los oídos de un artista. No fue casualidad si lo titulé La belleza como arma política, pues tanto de su música como de sus escritos emana siempre una profunda y sublime poesía, incluso si tratan -como suele suceder- de la perenne tragedia palestina causada por Israel. Este artículo, que es la elaboración detallada de una charla que pronunció recientemente en Brighton (Reino Unido), no es un excepción a esta regla, pero en lugar de tratar el argumento desde un punto de vista externo -técnica literaria que establece una distancia y lo "enfría"- aquí el ex israelí Atzmon asume el doloroso papel de sujeto que se sitúa en medio de la acción para contarnos su propio itinerario desde el infierno racista del estado sionista, donde nació, hasta la única salida ética que le quedaba cuanto escuchó la luz a través del milagro de la música: el exilio voluntario. Exile, como ya bien saben los lectores informados sobre este gran jazzman, es uno de sus álbumes más hermosos. Pero para mí es también el argumento principal de este artículo.

No es cosa del azar si otros israelíes tan honrados como Ilan Pappe han escogido asimismo el exilio -al igual que hizo Atzmon- como única manera de redimirse de la vergüenza de pertenecer a un Estado que trata a la población autóctona como si fueran bestias despreciables. Pero el relato de Atzmon tiene una ventaja adicional -por lo menos para los melómanos- y es la sutil narración de su despertar de la culpable pesadilla israelí en que estaba sumergido, proceso que le permitió liberarse mediante su renuncia a la israelidad, y todo ello gracias al arte de Charlie Parker. El arte es el vaso comunicante que une a Parker y Atzmon. Pero hay más: el hecho de que Parker fuese negro -una raza tan despreciada por los colonialistas de siempre como hoy lo son los palestinos por parte de los sionistas- sirve simbólicamente el propósito de la redención de Atzmon: para él, aceptar la causa de la música negra fue como matar dos pájaros de un tiro, pues significó que simultáneamente aceptaba la causa de la liberación del pueblo palestino a través del activismo político. Textos como éste, escritos por personas como Atzmon que han decidido integrarse en la humanidad sin discriminaciones tribales y que se definen como ex sionistas, nos ayudan a mantener la esperanza de que un día la tierra de Palestina se verá libre de esta plaga racista posmoderna que es el sionismo y de que todos sus habitantes vivirán en paz con independencia de su religión o su identidad étnica.- Manuel Talens

Fuente:
http://peacepalestine.blogspot.com/2008/01/gilad-atzmon-primacy-of-ear.html

Gilad Atzmon es músico, escritor y activista político ex judío. Nacido en Jerusalén, se considera a sí mismo palestino de lengua hebrea. Vive en Londres. Su último trabajo musical se titula Refuge y su última novela My One and Only Love, de próxima publicación en español. Su sitio web es http://www.gilad.co.uk/ .

Manuel Talens es escritor y traductor español, miembro de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala. Su última novela se titula La cinta de Moebius (Alcalá Grupo Editorial).
http://www.manueltalens.com

jueves, 5 de marzo de 2009

«Che. Guerrilla»: Vida y muerte de un revolucionario consecuente

Han transcurrido seis meses entre el estreno de la primera parte del «Che» de Steven Soderbergh y la segunda, por lo que serán vistas y juzgadas de forma aislada y diferenciada, aunque ambas integran una única obra que la distribución comercial no ha considerado oportuno exhibir de un tirón. Hollywood y los Óscar le han dado la espalda, mientras que los Goya premiaban a Benicio Del Toro como el Mejor Actor Principal por su enorme trabajo físico.

por Mikel Insausti
Gara, 27 de febrero de 2009



Es una pena que haya pasado tanto tiempo entre el visionado de «Che. El argentino» y el de esta segunda parte, porque se pierde la sensación de unidad que debería tener este proyecto de Steven Soderbergh. En el Festival de Cannes se proyectó de un tirón, con tan sólo un pequeño descanso en medio, y quienes disfrutaron de aquellas más de cuatro intensas horas de cine se mostraron más entusiasmados en sus crónicas, aunque sólo sea por el privilegio de asistir a una sesión única e irrepetible, que cuantos nos ha tocado conocerla en forma de díptico.

Para la mayoría de los cronistas resulta inevitable ahora tener que hablar de las diferencias apreciables entre las dos películas, como si fueran distintas. No en vano se refieren a periodos opuestos en la vida de Ernesto Guevara, porque si la primera parte ilustraba el triunfo de la revolución cubana, en «Che. Guerrilla» se afrontan los momentos más aciagos de su existencia, los que tuvieron que ver con la calamitosa campaña boliviana de la que no saldría vivo.

Técnica sobre sentimiento

Conociendo el estilo de Steven Soderbergh, donde lo técnico se impone al sentimiento, no cabe duda de que resulta más válido para la narración de los acontecimientos recogidos en la segunda parte. En «Che. El argentino» faltaba pasión, porque no había ningún tipo de implicación en la descripción del proceso revolucionario, visto con el mismo distanciamiento utilizado para retratar a la figura central del Che.

Esa teórica objetividad jugaba en contra a la hora de establecer una relación íntima entre el nivel individual del personaje y el colectivo de su lucha, puesto que su entrega a la causa de la liberación internacionalista de los pueblos fue total y no admitía reservas, ni tampoco diferenciaciones entre los planteamientos ideológicos y la praxis de la acción a través de la guerrilla. Las escaramuzas en Sierra Maestra eran mostradas de forma reiterativa, casi mecánica, con esa tendencia a la fragmentación del montaje que tiene Soderbergh, y así, cuando llegaba el momento final de encaminarse a la entrada victoriosa en La Habana, era mostrado como una situación más de tantas, desprovisto de cualquier asomo de carga épica.

La desmitificación que Soderbergh hace del Che es justa, ya que, a cambio de restarle el aura de santidad, del todo impropia y transmitida por una iconografía en las camisetas cercana a la de Jesucristo, ofrece la imagen desnuda del combatiente. Este aspecto se refuerza todavía más en «Che. Guerrilla», porque en la senda de la derrota es donde de forma más radical Guevara revela su carácter irreductible y perdurable, como hombre capaz de sacrificarse por sus ideas de justicia para los oprimidos.

Soledad del Che

No deja de ser un tramo final oscuro, porque el guerrillero se ve solo e incluso traicionado por algunos de los suyos. La atmósfera que la película adquiere en circunstancias tan desesperadas es la de la desorientación, rayando con la locura y el poder de un medio hostil que impone su supremacía telúrica sobre el tiempo que se escapa. Es en ese punto delirante en el que el cine de Soderbergh se acerca al de Werner Herzog o al de Terrence Malick, acostumbrados a reflejar aventuras imposibles en mundos cerrados sobre sí mismos.

Si no recuerdo mal, creo que las dos partes se rodaron en sentido inverso a como se han exhibido en los cines, ya que primero se filmaron las secuencias en torno al río Guadiaro, que debía hacer las veces de la jungla boliviana. Fue, por tanto, en Andalucía donde empezó a gestarse una producción de setenta millones, que después viajaría a Puerto Rico y a México para rodar el material a la revolución cubana, debido a que el bloqueo norteamericano impidió el poderlo hacer en los escenarios originales.

El reparto que interviene en «Che. Guerrilla» está integrado en su mayoría por intérpretes españoles, en lógica con las localizaciones que se utilizaron. Una participación dentro los países coproductores que ha facilitado el hecho, no sin polémicas, de que el actor puertorriqueño Benicio Del Toro recibiese el Goya al Mejor Actor Principal. En cambio, no tuvo ninguna opción para salir nominado en los Óscar, lo que indica que, pese a tratarse de un proyecto del norteamericano Steven Soderbergh, no ha tenido repercusión en los círculos de Hollywood.

De hecho, esta obra ha sido mucho mejor recibida en el Festival de la Habana, donde fue calificada de respetuosa a pesar su frialdad. En todas las entrevistas, Del Toro ha insistido en la necesidad de penetrar en el mercado norteamericano, a fin de que los temas de la cultura latinoamericana sean tenidos en cuenta, así como su dimensión política y social. Sin embargo, da la sensación de que ha sido mejor recibida en su natural área de influencia, y de que habrá que seguir intentándolo.

Preso de un parecido físico

Es curioso que Benicio del Toro llegase a encarnar a un mito como el Che Guevara por una cuestión de parecido, como si el destino le hubiera colocado en esa tesitura y no pudiera rebelarse contra él. No quiero decir con esto que haya protagonizado las dos películas obligado, pero algo le decía en su interior que había sido elegido para convertirse en el Che cinematográfico. Y tirando del hilo de la imagen externa la interpretación consecuente ha sido del todo física, en cuanto que el espectador está viendo constantemente al hombre de acción. La forma en la que el puertorriqueño ha superado la enorme responsabilidad de una caracterización tan universal, en la que otros fracasaron antes exceptuando a Gael García Bernal y su composición del joven Ernesto Guevara en «Diarios de motocicleta», ha sido la de experimentar en sus propias carnes la dureza de las condiciones de supervivencia en la selva.

Las largas caminatas cargando con el fusil, las enfermedades o la escasez de alimentos han sido asumidas en un rodaje extremo. La labor de Benicio Del Toro era la de recuperar el liderazgo del personaje, dando ejemplo al resto de compañeros de reparto. A la dieta montaraz se sumó la ausencia de efectos de maquillaje o de peluquería, a fin de reflejar un deterioro físico real. Todos tenían que convivir durante la filmación con la suciedad y las incomodidades de un modo lo más posible realista, por lo que la barba y el pelo les fue creciendo como a los verdaderos guerrilleros en su lucha contra el dictador boliviano René Barrientos.

El hombre que mató a Ernesto Guevara

La historia del sargento Mario Terán merecería una película por sí misma, pues fue él mismo el hombre que mató al Che Guevara cumpliendo órdenes. Tuvo que ser el propio guerrillero el que le animó a cumplir con la ejecución, ya que el militar boliviano no se atrevía a hacerlo y le temblaba el pulso. En realidad, había esperado el máximo de tiempo disponible a que la orden fuera anulada por sus mandos, pero finalmente hubo de cumplirla. Aquel impresionante episodio vivido en La Higuera, último destino de la trágica campaña boliviana, es protagonizado en «Che. Guerrilla» por el actor peruano Christian Esquivel, quien encarna al tristemente célebre sargento Terán. Es el mismo que coprotagoniza junto a Josean Bengoetxea «Ander», la película vasca recientemente premiada en la Berlinale. El verdadero ejecutor del Che sigue todavía vivo, y se da la circunstancia de que en 2007 fue operado de la vista por médicos cubanos, en el marco de la denominada «Operación Milagro», en una campaña de cooperación en Bolivia con el gobierno de Evo Morales.

miércoles, 4 de marzo de 2009

«Vals con Bashir»: Documental animado que nace de la mala conciencia israelí



El documental de Ari Folman ha sido el triunfador en los premios de la Academia de Cine de Israel, con seis estatuillas a Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Guión, Mejor Dirección Artística, Mejor Montaje y Mejor Sonido. Su carrera internacional es aún si cabe más arrolladora, ya que ha obtenido el Globo de Oro a la Mejor Película de Habla No Inglesa, lo que le da muchas posibilidades en esta misma categoría de cara a los Óscar, donde compite con «La clase».

Mikel Insausti
20 de febrero de 2009

El documental animado surge, en el caso de Ari Folman, como una pura necesidad expresiva, no como un experimento buscado. Quería reconstruir los sucesos del Líbano a principios de los 80, pero desde el punto de vista de su participación personal en los mismos como miembro del Ejército israelí. Sin embargo, no contaba con imágenes del exterminio en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, habiendo de recurrir a la técnica del film-entrevista, con los testigos hablando a cámara fija, uno tras otro, hasta completar un testimonio colectivo de lo ocurrido. El tono confesional de autocrítica que perseguía el documentalista en esta ocasión no se lo daba un género tan limitado, así que pensó que los dibujos podían ser una forma de desarrollar todo lo vivido, tanto lo real como los recuerdos borrosos que acudían a su mente, tantos años después, en forma de pesadillas. Esa dimensión onírica sólo se la podía ofrecer la animación, y de ahí que se decidiera por una opción que en principio hubiera parecido descabellada.

Es posible que de no haber existido el precedente de «Persépolis», el fenómeno de una animación adulta con una temática política de repercusión internacional no se habría dado de nuevo. El recorrido seguido por «Vals con Bashir» es similar, ya que ha acabado compitiendo también por un Óscar. Pero esta vez, tal vez por su procedencia israelita, la Academia de Hollywood ha sido más justa. A la película de la iraní Marjane Satrapi le tocó competir en la categoría de Mejor Largometraje de Animación, a sabiendas de que nada podía hacer contra el gigante Pixar y su magistral «Ratatouille», una película para niños. Este año la cosa es muy distinta, gracias a que el trabajo de Folman no tendrá que enfrentarse a la invencible «Wall-E», otra de Pixar con un enfoque infantil. El error ha sido enmendado y «Vals con Bashir» está nominada en la categoría abierta de Mejor Película de Habla No Inglesa, donde cuenta con mayores posibilidades. Las peculiaridades de la película han sido tenidas en cuenta, puesto que, hoy por hoy, en Hollywood la animación adulta no dispone de un espacio específico y el modelo a seguir continua siendo el marcado por Disney.

La diferencia básica entre «Persépolis» y «Vals con Bashir» estriba en la procedencia del material, ya que Marjane Satrapi se basó en su propio cómic. El caso del experimento de Ari Folman resulta, en cambio, único. Se puede afirmar con rotundidad que la animación ha sido creada partiendo de cero, aunque hay quien se ha apresurado a comparar la técnica empleada con los hallazgos de Ralph Bakshi a través de la utilización del «rotoscopio», que permitía dibujar sobre imágenes reales filmadas previamente. Es la opción que ha seguido en sus ensayos posteriores el visionario cineasta independiente Richard Linklater, tanto en «Waking Life» como en «A Scanner Darkly». Por el contrario, Folman no ha superpuesto en ningún momento imagen real y animación, sino que utilizó las grabaciones previas en imagen digital con actores simplemente como referencia para, a partir de ellas, dibujar el story board completo de un modo absolutamente creativo. Lo que hizo fue crear una base narrativa, un soporte argumental sobre el que sustentar la planificación de ese largometraje animado para adultos del que venimos hablando.

El curioso y original método Folman no puede resultar más impactante, gracias a su mezcla de realismo bélico y onirismo delirante, que es lo que buscaban cineastas como Coppola cuando se acercaron a la locura de la Guerra de Vietnam, sólo que empleando la imagen real. El israelí consigue que el dibujo transmita verismo al recurrir a las voces de los personajes que reviven los hechos; entre otras, la suya propia. Cada voz se acopla a un personaje dibujado, con lo que esas figuras toman cuerpo y son identificables. Personas maduras rememoran así lo que hicieron en su juventud, cuando participaron en una acción genocida que no han podido borrar de su mente, y que en la actualidad les persigue como un mal sueño. Por su carga reflexiva, el proceso de animación ha sido mucho más laborioso del que ya lo suele ser habitualmente, hasta el punto de que el autor ha necesitado cuatro largos años para concluirlo, durante los cuáles han nacido sus hijos. Quizás se trate de una señal de cara al futuro, considerado el poder catárquico de «Valsh con Bashir». Folman quiere que sirva de legado a las nuevas generaciones, ya que a él esta compleja realización le ha servido de terapia, como medio para reconciliarse con los fantasmas del pasado que le provocaban constantes depresiones. No es para menos.

El reciente genocidio de Gaza vuelve a repetir una tragedia comparable a la que tuvo lugar en el año 1982 en el Líbano, sin que se sepa aún cuantas matanzas más ha de soportar el pueblo palestino antes de que haya una depuración de responsabilidades o de que los culpables sean alguna vez juzgados. Entonces Ariel Sharon ya puso en práctica el fariseísmo, cuando desvió la atención hacia los ejecutores materiales de los crímenes en los campos de refugiados de Sabra y Chatila. Las falanges cristianas nunca actuaron por iniciativa propia, sino que formaban parte de una operación conjunta y estaban apoyadas por el bombardeo sobre la zona del Ejército israelí. El asesinato indiscriminado de civiles siempre es repugnante, pero más aún lo es el ocultamiento posterior y la negación de las evidencias. Todos los documentos y reportajes recogidos en Beirut Oeste no mentían, por mucho que tratasen de minimizar el número final de víctimas, hablando de unos pocos centenares, cuando, por desgracia, se trató de entre uno y dos millares. Israel habló una vez más de su seguridad, en nombre de la cual sigue ocupando territorios árabes y masacrando a su población. Folman es uno de los que sabe de primera mano que la sociedad israelí está enferma, aquejada de un síndrome nazi del que históricamente no ha sabido ni ha querido desprenderse ni olvidar. Una de las mejores plasmaciones de ese odio mal dirigido la podemos encontrar en la escena que inspira el título de la película, en la que los soldados israelíes disparan contra los carteles de Bashir Gemayel, el primer ministro del Líbano, objeto de sus iras paranoicas y belicistas. Ellos piensan que la mejor defensa es el ataque y, guiados por tan fanático pretexto, arrasan con todo lo que se les pone por delante, confirmándose como la maldición bíblica que fueron, son y serán por los siglos de los siglos.

lunes, 2 de marzo de 2009

Una polémica película que narra el origen de la RAF aspira a llevarse un oscar

El filme alemán «Baader Meinhof Komplex (El complejo Baader Meinhof)» aspira a obtener un Oscar como Mejor Película Extranjera en la entrega del premio cinematográfico de la Academia de Hollywood el 22 de febrero. La película relata los orígenes del grupo armado izquierdista Fracción del Ejército Rojo (RAF).

Ingo NIEBEL
Colonia
16 de febrero de 2009

Una película que aborda como tema principal el origen y las acciones de una organización armada es casi siempre deudora de las circunstancias políticas. Circunstancias que rodean claramente al filme «Baader Meinhof Komplex», de Uli Edel, y que se resume en un hecho: la autodisolución de la Rote Armee Fraktion (RAF). En un comunicado enviado a los medios en 1998, la Fracción del Ejército Rojo anunció que dejaba de existir. La denominada «tercera generación», abandonó el escenario político sin preocuparse por los activistas presos o por quienes se hallaban refugiados en paradero desconocido. Su desaparición permite al productor Bernd Eichinger llevar esta historia a la gran pantalla, porque lo que queda de esa organización lo exhibe el Estado alemán en su Casa de la Historia: algunos comunicados, un lanzagranadas de fabricación casera que no llegó a funcionar y la máquina de escribir que dejó su difunto fundador Andreas Baader para la posteridad. Dos aspectos más determinan esas circunstancias. En primer lugar, la Fiscalía Federal del Estado considera esclarecidas todas las acciones de la RAF y, en segundo, que en Alemania no existe ningún partido o movimiento de relevancia que siga sus pasos o se interese por sus presos. Al margen de todo ello, hay que constatar que la organización fundada por Baader y Ulrike Meinhof ha dejado de ser una amenaza para aquel Estado alemán que se llamaba República Federal de Alemania, con capital en Bonn.

Violencia policial

Hay que tener en cuenta estos factores para entender la simple existencia de esta película en una época que, desde 2001, está dominada por la llamada «guerra contra el terror». Por eso sorprende que sus autores no eludan escenificar con toda su crudeza la violencia policial de aquella época, que no era la del fascismo nazi, sino la del «Estado de Derecho democrático» llamado RFA. Aquellos policías se ensañaron con los jóvenes manifestantes porque recibían cobertura política y mediática con el correspondiente estímulo de aplicar «mano dura» a quienes a finales de los 60 querían cambiar la Alemania capitalista. En el estado español, y con otro argumento, las escenas iniciales podrían suponer un delito de «enaltecimiento del terrorismo». El hecho de que en Alemania no haya ocurrido esto tiene mucho que ver con el libro en el que se basa la película y cuyo autor vivió de cerca aquella época. Cuando su compañero periodista Ulrike Meinhof decidió optar por la lucha armada y pasar a la clandestinidad, Aust inició una trayectoria que le llevaría a dirigir el semanario «Der Spiegel». Pero la crítica al Estado tiene también sus límites. El filme reproduce la versión oficial de que, primero, Meinhof en 1976 y, después, Baader junto a otros dos activistas en 1977, se suicidaron en la cárcel de alta seguridad, aunque el propio «Der Spiegel» sembró la duda en 2007 respecto a lo sucedido. A pesar de todo, la película permite reflexionar sobre los errores de RAF.

Dos escenas son clave. La primera muestra cómo en pleno entrenamiento, con fuego real, en un campo palestino, Baader se levanta enfurecido y grita que no tienen que prepararle para la guerra en el desierto, sino para asaltar bancos. La obvia falta de disciplina militar queda patente también en otra escena, cuando, tras una serie de detenciones, Meinhof recrimina a Baader que, cuando algo sale mal en una ciudad, se van a otra sin reflexionar sobre el porqué del fracaso y sin explorar el nuevo terreno.

La prensa de derecha respalda a la viuda del director de banca Jürgen Ponto, muerto en un atentado de la RAF, que se ha querellado contra Eichinger y Edel por la escena en la que se narra aquella acción. La versión oficial dice que Ponto fue atacado a sangre fría, pero la película muestra que se resistió a ser secuestrado agrediendo a los miembros de la RAF. Si por ella fuera, habría que suprimir dicha escena. Mientras, la viuda de Ponto ha devuelto la Cruz de Mérito Federal que le fue concedida a su marido para protestar por la forma en que su muerte ha sido llevada al cine. La Fiscalía Federal ha declarado que no hay más lagunas, pero la realidad es bien diferente. Todavía existen varias preguntas incómodas en el aire. Aunque la Justicia encontró culpables para todos los delitos cometidos, en varios casos no es nada seguro que los condenados fueran los autores materiales. Es el caso del activista Christian Klar, condenado como «colaborador» en la muerte del fiscal federal Siegfried Buback y de sus guardaespaldas en 1977, pero nunca se identificó a los verdaderos autores. El hijo de Buback sospecha que el servicio secreto está protegiendo a un topo que tenía entre las filas de la RAF. Lo más fácil sería preguntar a Klar que, desde diciembre del 2008 se halla en libertad condicional tras 26 años de prisión, pero el activista no quiere arrepentirse de su pasado y su abogado lucha por que la justicia ampare su defendido ante la persecución mediática. La historia de la RAF da para mucho más, pero habrá que esperar a que las circunstancias lo permitan.