Ronald Reagan, un recuerdo personal
Paul Laverty - Madrid
EL PAÍS | Opinión - Jueves, 10 de junio de 2004
Mientras la historia está siendo reescrita delante de nuestros ojos y los grandes hombres y mujeres, del pasado y del presente, desde Thatcher y Gorbachov a Clinton y Bush, lloran la muerte del ex presidente Ronald Reagan, está siendo fascinante ver cómo este hombre ha sido casi canonizado. Los medios de comunicación del mundo entero han repetido algunas de sus bromas más conocidas y frases célebres al dar la noticia de su muerte -incluso su "vamos a bombardear Rusia" parecía inofensivo-, como si el abuelo favorito de la nación, aunque quizá un poco desconectado, fuera
realmente la materialización de la libertad.
Yo también tengo mis recuerdos favoritos del Gran Comunicador. Mientras trabajaba en una organización para los Derechos Humanos en Managua (Nicaragua), aprecié particularmente el genio de este hombre para la persuasión cuando declaró que Nicaragua -entonces con una población de tres millones- era una gran amenaza para la existencia de los Estados Unidos. Al fin y al cabo, estaba a tan sólo "dos días de marcha de Tejas".
También me viene a la mente el primer funeral que presencié, en un pueblo llamado Estelí; la imagen de un niño de ocho años, sobre una silla de plástico amarilla, temblando y sin consuelo mientras unos sollozos profundos y ancestrales sacudían su cuerpo menudo, y cómo de pronto se abalanzó sobre el ataúd en el que estaba su tío favorito, de tan sólo 18 años. También recuerdo el día en que un informe de derechos humanos llegó del norte. Las fuerzas de la Contra habían atacado una cooperativa. En medio del caos, una
madre había oído cómo torturaban a su hija durante horas en la oscuridad. A la mañana siguiente encontraron el cadáver mutilado de la niña en una zanja, con los pechos cortados. Los cuerpos se acumulaban más rápido que los informes de derechos humanos; literalmente, una abominación más cruel que la siguiente más allá de lo que la imaginación puede alcanzar en su máxima crueldad.
Voy a hacer un simple comentario: en cada ocasión, antes de un voto favorable en el Congreso de los Estados Unidos para buscar más apoyo financiero para la Contra, las grandes agencias de derechos humanos, incluyendo Amnistía Internacional y Americas Watch, aportaban evidencias detalladas y corroboradas de asesinatos y torturas sistemáticas por parte de la Contra (fundada por Estados Unidos) contra la población civil. El destino de esa joven no era una aberración aislada, sino el perfecto detalle en una diseñada campaña de terror.
Recuerdo una entrevista que hice a un adolescente de la Contra que había sido arrestado por los sandinistas. Me contó cómo acabó con los supervivientes de una emboscada con su cuchillo, mutilándolos hasta que quedaron irreconocibles. El presidente Reagan invitó a los jefes de este chico a la Casa Blanca y en una cordial rueda de prensa los declaró "luchadores por la libertad" y "el equivalente a nuestros grandes hombres de Estado".
Todas las evidencias están ahí, fácilmente accesibles en Internet. Es inconcebible que Ronald Reagan no supiera que la Contra que él mismo creó con la ayuda de William Casey, el jefe de la CIA, eran torturadores y asesinos. Él era su fuente de financiación más importante. Si hubiera algo parecido a la justicia real, Reagan habría sido juzgado por sus crímenes contra la humanidad, pero el hecho de que esa opción tan razonable se encuentre a años luz de nuestra realidad política actual plantea importantes preguntas. Lo que al menos sí podemos hacer para salvaguardar el honor de esos muertos (sus nombres están en los informes) -qué extraño cómo sólo
ciertos muertos merecen la pena ser recordados- es llamar a este señor por su nombre correcto. Es verdad que era un ex presidente, pero también que era un terrorista que apoyó asesinatos y torturas.
Mientras Ronald Reagan tiene un funeral de Estado, yo no puedo dejar de recordar a esa chica que fue arrojada a la zanja.